Entre el principio mayoritario y el paradigma de la democracia constitucional


Por: Julio Huayta

La contraposición entre las dos categorías que se desprenden de la forma como se intitula el presente ensayo, permite comprender que las mismas no pueden convivir o, al menos, no puede ser permisible la presencia de una, si ya existe la otra. Así pues, desde los albores de la historia el principio mayoritario o “de mayoría” ha causado bastante discusión, sobre todo si se estima que éste fue y es el medio de legitimación política más eficiente, en especial en el ámbito electoral. De allí que se pueda hablar, por un lado, de legitimidad de origen, y por otro, de legitimidad de ejercicio.

Sin perjuicio de lo anterior, a pesar de la vigencia del principio mayoritario en distintos aspectos de la vida política nacional, dicha precisión semántica resulta insuficiente en el nuevo paradigma constitucional, y más aún en una compresión más coherente de la democracia, y que deja atrás conceptos que hasta ahora son propios del debate constitucional, pero que devienen en insuficientes. De hecho, la democracia constitucional implica un nuevo entendimiento de la misma, pero desde una óptica política-jurídica en apego a la realidad, y que se sustenta en el principio de supremacía de la ley fundamental, esto es, la Constitución. Lo dicho hasta este punto, justifica las reflexiones que se plantearán a continuación.

Ineludiblemente no se puede hablar del principio de mayoría, sino se parte del sustento fáctico que ha permitido fundamentarla. Este sustento es la soberanía, que -dicho sea de paso- no siempre ha tenido la misma conceptualización, pues cada momento histórico la ha matizado en adecuación a su realidad. En la doctrina existen dispares posiciones respecto a las características, fines y estructura de la Soberanía. No obstante, conviene analizar 2 posiciones doctrinales que han marcado la pauta en la historia. Dichas posiciones responden a 2 etapas, una conceptualización pre-revolución francesa y otra, post-revolución.

La primera posición la encontramos en los albores del siglo XVI en Bodin, con el auge de las monarquías absolutistas. En una coyuntura tan vivaz como la de Bodin, en donde imperaba un régimen de poliarquías, resultaba muy provechoso observar la forma de estructuración de los distintos centros de poder. El francés, en “Los seis libros de la República”, señala que la soberanía era la “suprema autoridad”; en otras palabras, Bodin vinculaba a la soberanía con el poder ejercido por el monarca absolutista (Ríos, 2017, pág. 170).

En ese sentido, al referir que la soberanía era el medio a través del cual se lograría el “recto gobierno de varias familias”, señala de forma directa que la soberanía supone una concreción perpetua del poder recaído sobre el monarca. No obstante, se tiene que advertir que dicha concreción no resulta de un mero uso ilegítimo del poder, pues, si bien el monarca no se encontraba supeditado a ningún tipo de ley o persona en la tierra, sus decisiones deberían “en teoría” girar en torno a la voluntad de dios, quien era el que lo legitimaba. De allí que Jellinek (1978) apostille que:

"La evolución histórica de la soberanía nos demuestra que ésta significó la negación de toda subordinación o limitación del Estado por cualquier otro poder. Poder soberano de un Estado es, por tanto, aquel que no reconoce ningún otro superior a sí; es, por consiguiente, el poder supremo e independiente". (pág. 356)

Posteriormente, algunos siglos después, nuevos pensadores brindaron aproximaciones más sensatas respecto a la soberanía, en adecuación con la realidad que se vivía en aquel entonces. La revolución francesa fue un hito muy importante en la historia, pues significó un cambio paradigmático en el modelo dinámico de la soberanía. A pesar de los esfuerzos de variopintos contrarrevolucionarios, tales como Rivarol y Da Maistre, por intentar retornar al antiguo régimen, la soberanía había alcanzado un sentido distinto.

Por tanto, después de la mítica Revolución Francesa, el contenido de la soberanía llegó a conceptualizarse desde un enfoque intrínsecamente relacionado con el pueblo, siendo éste el depositario de dicha soberanía. De allí que Carre de Marlberg (2000) no se equivoque al esgrimir que la teoría que mayor difusión ha tenido es aquella que sitúa como residencia de la soberanía al pueblo, esto es, la masa de ciudadanos de una Nación.

Fue precisamente esta soberanía que dio origen, con el tiempo, a lo que contemporáneamente se le reconoce como Constitución. Fue la teoría del poder constituyente que se sostenía sobre esa precisión semántica. En esa línea, Linares Quintana citado en Borja (1964, pág. 526) precisa que el poder constituyente viene a ser la facultad soberana del pueblo a otorgarse su propio ordenamiento jurídico-político fundamental originario a través de una Constitución.

De lo acotado por Borja, se pueden extraer algunos elementos esenciales que conforman al Poder Constituyente. Uno de ellos es la voluntad política. Esta voluntad representa la motivación interna del pueblo por querer definir su forma y modelo de gobierno, creando órganos y poderes constituidos. Sobre este elemento, Schmitt pone especial atención, pues para él esta voluntad política no puede ser enajenada del Poder Constituyente, ya que la referida voluntad es el sustrato sobre el que reposa la validez de la Constitución.

Otro elemento es la concreción de un factor jurídico. Lo peculiar del resultado del Poder Constituyente, esto es, la Constitución, es que tiene una naturaleza extra ordinem, ya que no encuentra su origen en ninguna fuente dentro del sistema jurídico, pues es la Constitución la que va a emanar al ordenamiento jurídico de un país, regulando aspectos orgánicos, sobre la estructura del Estado y los poderes, y dogmáticos, sobre el
reconocimiento de derechos fundamentales y deberes.

Con la advertencia de no considerar las manifestaciones del poder constituyente, se ha de puntualizar que la misma se funda en 2 etapas, a saber, un periodo de crisis constitucional y un periodo de normalidad constitucional. Por ello, ante un periodo como el primero, el pueblo ostenta para sí la “soberanía” y, por tanto, el principio de mayoría se concretiza, mediante la canalización de la voluntad del soberano para fundar o refundar su carta constitucional. Una vez superada este periodo, el principio de mayoría, esto es, la voluntad del soberano se retira del escenario institucional creado por ella misma, en razón que el contexto ya no es de crisis, sino de normalidad constitucional.

Este producto constitucional, a diferencia de una ley ordinaria, ya no es más una agrupación de elementos prescriptivos y cerrados, sino que tiene un contenido mucho más amplio que se determina en base a principios y valores que se materializan no solo desde su origen, sino ya desde su ejercicio en la sociedad. En ese sentido, con el progreso del constitucionalismo, la Constitución no va a ser percibida desde un orden horizontal con las demás leyes del ordenamiento jurídico positivo, sino que va a ostentar, teniendo como sustrato el principio de supremacía constitucional, el lugar más preponderante en el ordenamiento jurídico.

Con la preponderancia de la Constitución y, por tanto, de los valores constitucionales, el principio de mayoría se va a situar en una instancia última; solo destinado a cambios estructurales de la carta fundamental en momentos de crisis constitucional. Desde la teoría constitucional, el principio de mayoría ha de comprenderse de manera excepcional, y lo que es más, aún así haya periodos de crisis constitucional, el principio de mayoría no puede desvirtuar de forma transversal el contenido axiológico de la Constitución. 

Desde el constitucionalismo liberal hasta la actualidad siempre se han establecido mecanismos de checks and balances para limitar el poder concentrado, ya sea en un monarca, un régimen absolutista, o una élite política. Por ello, no cabe la posibilidad de que haya una voluntad con poderes ilimitados, así sea esta voluntad la del pueblo, pues en el constitucionalismo democrático no hay un “soberano” al que se le puede atribuir el carácter de plenipotenciario, en razón que ello fue, desde un inicio, el espíritu de las Constituciones.

Así pues, en el panorama se presenta una confrontación antitética del principio de mayoría y el principio de supremacía constitucional. El primero de ellos es el canalizador del cuestionado mandato popular, y la segunda del mandato para la representación de intereses individuales. La primera concepción se orienta a la protección de los intereses generales de la población, teniendo un carácter unitario; la segunda concepción, más conflictiva y relativista, se orienta hacia el consenso de los distintos intereses individuales a fin de lograr la máxima optimización de las decisiones estatales a favor de todos los intereses en pugna (García, 1995, pág. 140).

La democracia constitucional ha sustituido el vago principio mayoritario, y tal ha sido la extensión de la comprensión de la democracia desde una óptica constitucional, que se han desarrollado distintas teorías entorno a ella. Peculiar ejemplo es la teoría de los derechos fundamentales delineado por Ferrajoli (2001), en la que hace un análisis del entendimiento de los derechos fundamentales como categorías propias de la Constitución.

Dentro de las formulaciones de la teoría sobre los derechos fundamentales, Ferrajoli (2001, págs. 25, 26) establece cuatro tesis esenciales para entender que los derechos fundamentales resultan ser derechos subjetivos reconocidos en el ordenamiento jurídico, y que no son susceptibles a un cambio sustentado en el principio de mayoría. La primera teoría reposa sobre la diferencia sustancial entre los derechos fundamentales y los derechos patrimoniales, siendo estos últimos, a diferencia de los primeros, disponibles y
alienables.

La segunda tesis desarrolla el contenido sustancial que representan los derechos fundamentales, y que no son objeto de decisión mayoritaria para anularlas. Esta tesis se sustenta en el estadío vertical entre los ciudadanos y el Estado. De ahí que haya una doble obligación, esto es, tanto el Estado como los mismos ciudadanos necesariamente han de respetar los derechos fundamentales y el núcleo de lo indecisible.

La tercera tesis establece los lineamientos sobre el reconocimiento internacional de las categorías de los derechos, y cómo este reconocimiento ha sido importante para su reivindicación en las legislaciones internas. Finalmente, su cuarta tesis se encuentra comprendida por las obligaciones primarias y las obligaciones secundarias; en otros términos, la obligación de no causar daños a derechos fundamentales de otros individuos, y, en caso de causarlos, tener la obligación de repararlos. De esa forma se concretiza el aspecto nomoestático (obligaciones primarias), y el carácter nomodinámico de las normas de resarcimiento (obligaciones secundarias).

En definitiva, el principio de mayoría no tienes sólidos fundamentos en un estado constitucional de derecho. Es claro que, con el desarrollo del constitucionalismo, el principio de supremacía constitucional ha tomado un lugar especial. Si bien hasta el día de hoy existen debates respecto a la figura del principio de la mayoría, incluso en muchas oportunidades se suele apelar a dicho principio para sustentar cambios que van en contra de los considerandos axiológicos de la Constitución, sobre todo para justificar iniciativas de regímenes populistas o demagógicos, ello no puede ser causal para dejar de lado la democracia, entendida desde la óptica constitucional, que reconfigura un nuevo paradigma.


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Bibliografía

Borja, R. (1964). Principios de Derecho Político y Constitucional. Quito: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoria.
Carré de Malberg, R. (2000). Teoría General del Estado. Fondo de Cultura Económica: México.
Ferrajoli, L. (2001). Los Fundamentos de los derechos fundamentales. Editorial Trotta,19-56.
García, M. (1995). La democracia constitucional: entre libertad y la igualdad. Revista de estudios políticos(7), 121-146.
Jellinek, G. (1978). Teoría General del Estado. Buenos Aires: Editorial Albatros.
Requejo, J. (1998). Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Ríos, L. (2017). La Soberanía, el Poder Constituyente y una nueva Constitución para Chile. Estudios Constitucionales, XV(2), 167-202.

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